Sobre «Donde las patatas la coca-cola y la fanta»

Sobre Donde las patatas la coca-cola y la fanta (pdf). Iker Fidalgo

Las antologías están llenas de textos de agitación; los museos de llamamientos a la insurrección; la historia los conserva tan bien en el jugo de su duración que nos olvidamos de verlos o de oírlos. Y es justamente ahí donde la sociedad de consumo actúa frecuentemente como un disolvente saludable. En nuestra época el arte ya no erige otra cosa que catedrales de plástico. Ya no hay estética que, bajo la dictadura de lo consumible, no desaparezca antes de haber conocido sus obras maestras.

«Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones». Raoul Vaneigem, 1967

Hace tiempo que perdimos la inocencia respecto a las capacidades revolucionarias de la cultura. La mercantilización del ocio y la sociedad de consumo convirtieron cualquier espacio de resistencia en un lugar estéril, ineficaz para insuflar el más mínimo hálito de ruptura. Nuestro papel sobre el devenir social se encuentra condenado a la narración constante de lo íntimo, en una avalancha de contenido que ha acabado por construir nuevas definiciones del concepto de imagen.

Los modos de vida se han convertido en doctrinas que se alojan en lo más oscuro de la inconsciencia. Espacios en donde la batalla no encuentra lugar para llevarse a cabo. La conquista de la cotidianeidad ha sido entonces el más importante de los bastiones perdidos, pues en ella pusimos a diario nuestros cuerpos, nuestras contradicciones, miedos y anhelos.

El arte contemporáneo es capaz de imaginar y de proponer otras formas de vida. El relato es propuesto a través de la poética de lo formal y completado por cada mirada que lo interpela. No hay cierre del esquema comunicativo sin una parte receptora que a su vez completa la narración desde su propia experiencia vital. Si bien podemos pensar que el dispositivo expositivo, como formato, se basa en una relación de poder, el público reivindica un lugar protagonista para la activación de cada elemento. Estos resquicios de autonomía, puede que mantengan viva la sensación -o el deseo- de que la creación artística es susceptible de servir como herramienta de cambio. Agotadas las energías de los grandes discursos, cualquier disidencia se da en los pequeños gestos que estructuran nuestro quehacer diario y en identificar desde aquí aquellos frentes que nos fueron arrebatados.

«Donde las patatas, la coca-cola y la fanta» se ensarta precisamente en esas grietas en las que el arte funciona como un resorte, una llamada de atención. El turismo masivo ha pasado a convertirse en uno de los males endémicos de nuestro tiempo. La promesa del espacio público como lugar democrático que dejamos de creernos hace años, ha entrado ahora en un nivel de mercantilización que parece no haber tocado techo todavía. Esta relación con las ciudades de la que somos en ocasiones víctimas, pero también culpables, nos lleva a una bipolaridad en la que bajo la excusa de la ganancia económica, desaparecen las identidades y la posibilidad de habitar en ellas. El lenguaje de la vivencia, cambia y acaba por alterar cualquiera de los lugares comunes que nos hacen ser afines a un contexto y a un tiempo concreto.

El trabajo de Pau Figueres, escuece desde dentro. Apela a signos conocidos que nos provocan conexiones internas de lectura rápida y que sin embargo, nos arañan y nos hacen sentir quemazón. Asociado a una estética de cultura de masas, cada pieza es consciente de lo que arrastra tras de sí, de todos los significados con los que juega y de todas las referencias que lejos de pesar, nos acompañan y nos sitúan inteligentemente en un espacio desde el que iniciar la lectura. Precisamente, esta puesta en escena funciona como una estrategia infalible para atraer una atención que se completa con los títulos de las obras, cuyo mensaje añade una

capa narrativa más al compendio total. Pero no nos confiemos, en el siguiente vistazo una sutil maniobra pone todo esto en un lugar para volver desde otro lado. Lo que parecía sencillo, se vuelve mordaz y cada obra se relaciona con el resto para crear un discurso contundente y directo.

Hay un denominador común que tiene que ver con el deseo de consumo y la sacralización que el arte es capaz de imprimir. La presencia de lo desaparecido, de lo que ya no está, del helado que es borrado de un cartel por una pátina de pigmento blanco y que acaba convertido en un bodegón desde un juego formal entre la impresión digital y el gesto del pincel. La ausencia del refresco que nos obliga a ver el molde de su forma -la caja- en un equilibrio tan frágil como un tenedor que sostiene una pizarra de menú del día. Cada juego dispara sobre una realidad que conocemos e identificamos, nos la pone delante de nuestra vista y nos lleva directamente a la necesidad de tomar una posición al respecto.

Quizás ya no sean tiempos de llamar a la insurrección. Quizás el arte nunca pudo, ni quiso, agitar nuestras tripas. Aunque quizás a fin de cuentas, el lugar del arte era empujarnos hacia los límites, radicalizar nuestra experiencia y desafiarnos frontalmente con la barbilla subida y preguntando en voz alta, ¿y tú, tú que vas a hacer?.

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